El 20 de Diciembre de 1997, el director de cine japonés Juzo Itami fue encontrado en la acera al pie del edificio en que vivía, con graves heridas producto de una caída desde su apartamento. Poco después, fallecía en el hospital. Había dejado tras de sí una nota de suicidio, donde aclaraba que, al contrario de lo que había afirmado la prensa del corazón nipona poco antes, en concreto el periódico sensacionalista “Flash”, no había cometido adulterio alguno, ni el supuesto affaire con una mujer joven tenía nada que ver en su firme decisión de quitarse la vida. Itami, que tenía 64 años, había comenzado a dirigir tardíamente, al cumplir los 50, pero con diez títulos a sus espaldas, entre ellos el popular y bien conocido en Occidente Tampopo (1985), era considerado uno de los mejores realizadores del país. Especializado en comedias y sátiras de costumbres, su filmografía había pasado revista con sana ironía y feroz sentido crítico a lugares comunes de la sociedad japonesa como la salud pública, el suicidio, la obsesión por la comida, y, en Minbo no Onna (1992), a la yakuza, ridiculizada como una banda de matones y extorsionistas, mezquinos y miserables. Este retrato sin concesiones de la famosa “sociedad de ayuda mutua” nipona, le costó un ataque por parte de varios miembros de la yakuza, que le golpearon y acuchillaron en la cara, mandándole por un buen tiempo al hospital. Allí, Itami aprovecharía su experiencia para concebir su siguiente película, Daibyonin (1993), en la que retrata satíricamente el sistema sanitario nipón, a través de la peripecia personal de un director de cine, enfermo terminal, que considera también la idea del suicidio, como en una premonición del trágico destino de su propio director.
La violenta muerte de Itami despertó y sigue despertando numerosos recelos por parte de periodistas, investigadores, amigos y familiares del realizador, que han visto o querido ver, de una u otra forma, la siniestra mano de la yakuza tras ella. En cualquier caso, a quien golpeó rotundamente el fallecimiento del director, de forma especialmente dolorosa, fue a su cuñado, Kenzaburo Oé.
Oé es, sin duda, uno de los escritores japoneses más relevantes y famosos del siglo pasado, y todavía de este. Galardonado con el Premio Nobel, su figura y su obra no han estado exentas de polémica en su país, ya que Oé, atento lector y conocedor de la literatura occidental, especialmente de la francesa y anglosajona, no ha dejado de manifestar a menudo su oposición a la derecha tradicionalista nipona, así como sus posturas y opiniones pacifistas y liberales. Por otro lado, su obra está llena de referencias a la sociedad de su país a lo largo de la historia reciente, rompiendo a menudo tabúes referentes al sexo, la política o la religión, que le han valido diferentes acusaciones por ciertos sectores de la sociedad japonesa.
Quizá una de sus novelas más personales, profundas y complejas en sus implicaciones, no sea sino, precisamente, Renacimiento (Torikaeko), publicada en el año 2000, y que ahora se edita en nuestro país dentro de la prestigiosa colección Austral. Esta es la novela que Oé consagrara a intentar comprender y, quizá, superar, el impacto causado por la dramática muerte voluntaria -al menos en apariencia- de su cuñado y amigo Juzo Itami.
Confieso que, aparte de algunas páginas y artículos sueltos, nunca antes había leído a Oé. Ha sido, sin duda, mi vocación cinéfaga la que me ha llevado a iniciarme en su mundo, a través de una de sus novelas más recientes y tardías. Sin embargo, no será la única. Es cierto que en ella, “ocultos” bajos los nombres de Goro y Kogito, se retrata en forma de roman a cléf la amistad entre Itami (Goro) y Oé (Kogito). Por lo tanto, el mundo del cine, e incluso ciertas referencias y alusiones al de la yakuza, forman parte de la misma. Hay, desde luego, suficientes elementos cinematográficos, por así decir, como para que el aficionado al cine nipón y conocedor de la obra de Itami se sienta más que satisfecho por su lectura… Pero la verdadera sorpresa de Renacimiento, como no podía ser de otra manera, es que no se trata, ni mucho menos, de un best-seller sobre el mundo de la producción cinematográfica japonesa, la prensa sensacionalista, la yakuza y los escándalos sexuales, políticos y criminales que lo rodean. Sin duda, habría ahí buen material para un Harold Robbins nipón, pero Oé… es otra cosa. De hecho, Renacimiento es, en cierto modo, una especie de historia de fantasmas modernos o post-modernos, cuyo comienzo sería digno de algún J-Horror al uso: el escritor Kogito recibe un paquete con docenas de cintas de cassette que contienen las reflexiones y pensamientos en voz alta que su amigo Goro, recién fallecido, ha dejado para él. A través de un viejo reproductor y unos cascos en forma de insecto –tagame-, Kogito establece un diálogo post-mortem con su cuñado, que llega a convertirse en auténtica obsesión, al punto de apartarle de su familia, incluyendo a su esposa Chikashi, hermana del difunto, y su hijo minusválido Akari –trasunto también de uno de los hijos del propio Oé, que aparece a menudo en sus obras bajo distintos nombres, encarnando un nuevo arquetipo mítico: el hijo-idiota, como lo denomina el propio autor-. Para poner fin a este obsesivo diálogo, que constituye una especie de comunicación con el Más Allá, Kogito decide aceptar un curso en la Universidad de Berlín, donde también seguirá teniendo que afrontar la sombra de Goro, a través de sus contactos con el Festival de Cine, los realizadores alemanes que admiraban a su cuñado, y una extraña mujer que puede ser la madre de la joven amante de Goro, a la que éste dejó atrás.
Finalmente, Kogito vuelve a su hogar, sabiendo que la única respuesta posible a su obsesión es poner por escrito –él mismo, como Oé, es un famoso novelista- la oscura y ominosa experiencia adolescente que compartió con Goro, en su pueblo natal, cuando fueron parcialmente abducidos por un grupo de extrema derecha tradicionalista, dispuesto a desatar una reacción violenta contra la ocupación americana. A ello le ayudará, sobre todo, una nueva manifestación del espectro de Goro: el story-board y las notas de guión que éste había preparado para llevar ese mismo episodio autobiográfico a la pantalla antes de morir. La novela sigue, durante estas páginas, la estructura propia de un guión cinematográfico, con un poder visual casi palpable, que vuelve a cautivar al lector cinéfilo y cinéfago. Tras desvelar –la novela, no yo, que nadie se asuste- la “verdad” –o “verdades”- de aquella experiencia traumática juvenil, la obra adopta la voz, en sus últimas páginas, de Chikhasi, la tímida esposa del escritor y hermana de Goro, quien, fascinada por los paralelismos entre su propia vida –tanto interior como exterior- y un cuento infantil de Maurice Sendak que le ha regalado su esposo, guía al lector hasta la conclusión del libro, dejándole en un estado de extraña melancolía, parte aceptación de la muerte y el destino, parte celebración del renacimiento, de la reencarnación y la renovación de la vida en un ciclo interminable, idea que recoge con ingenio y precisión la portada de la edición española: una pieza de la empuñadura de una katana, que ilustra a la perfección el concepto del eterno retorno que subyace, al menos en parte, en esta compleja y fascinante obra.
Ahora, que el lector de estos breves párrafos se olvide de todo lo dicho, porque nada de ello refleja realmente el contenido ni la forma de Renacimiento. Leer esta novela es sumergirse en la historia del Japón moderno y sus contradicciones –tradición/modernidad, occidentalismo/nacionalismo, nobleza/mezquindad, erotismo/puritanismo, misticismo/materialismo…- a través de la prosa de un visionario, más cerca muchas veces de la poesía –el autor más admirado por Oé es el poeta irlandés y místico William Butler Yeats, también Nobel- que de la novela, con una estructura inaprensible, donde lo biográfico y lo ficticio, lo inventado y lo vivido, se entrelazan inextricablemente. Renacimiento es de una riqueza formal y simbólica inabarcable. En sus páginas se dan cita profundas e inquietantes reflexiones sobre la vida y la muerte, la naturaleza de las artes –cine, música, pintura, literatura- y su necesidad intrínseca, las estructuras míticas y arquetípicas de la existencia humana… Todo ello, sin resultar nunca pedante ni cargante, sino profundamente humano y emotivo, a la par que gélidamente reflexivo. A veces, con su carga de homoerotismo juvenil; su crítica, no carente de empatía y sutileza, al nacionalismo y la extrema derecha niponas; su comprensión de las motivaciones humanas para el adulterio, el suicidio, el miedo o la obsesión, el lector se siente brutalmente conmovido desde dentro… Pero sin la violencia de las pasiones desatadas, sino con la calma ecuánime y la visión serena, sosegada, del anciano, más perplejo que sabio, que ve desde la proximidad de su paso al otro lado todo lo que deja atrás y, quizá sin comprenderlo aún, puede al menos mirarlo sin angustia ni pasión. Con ponderación, atisbando tras el velo un fulgor que lo trasciende y nos trasciende a todos: el fulgor del renacimiento eterno de la vida en todas sus formas.
Puede que Oshima –que ya dirigiera la versión de una obra de Oé, Shiiku- fuera el director apropiado para llevar Renacimiento, novela de cine que es mucho más que eso, a la pantalla. O puede que nadie sea capaz de hacerlo. Pero todo amante de la cultura nipona y, más aún, de la cultura universal, debiera leer Renacimiento, sin dejarse engañar demasiado por las promesas de su contraportada –yakuzas, crimen, sexo, crudeza… ¡paparruchas!-, sino por su naturaleza de verdadera obra de arte. Quizá no sea capaz, claro está, de desvelarnos el misterio final de la existencia humana, pero sí lo es de guiarnos con mano firme en un largo paseo por la amistad y la muerte, al final del cual, nosotros, lectores, ya no seremos los mismos, sino que también habremos, de algún modo, renacido. Y… ¿no es esa la verdadera razón de ser de toda obra de arte?
Jesús Palacios
No hay comentarios:
Publicar un comentario