Kim Ki-duk, uno de los realizadores coreanos de mayor calado internacional, pasaba este fin de semana por el Festival de cine de san Sebastián para presentar su última película: Amen. El sábado por la tarde, en el pase al público de su película, la lluvia no cesaba de caer sobre la capital donostiarra, pero eso no impedía que la cola fuera inmensa, al igual que la expectación por ver la última obra del director, que este año reaparecía en el panorama internacional con Arirang, premiado en el Festival de cine de Cannes con el Premio Un Certain Regard.
Durante la rueda de prensa de presentación de la película, Kim Ki-duk volvía a dejar su huella. Idéntica a la de ese joven rebelde que un día presentara La Isla en el Festival de Sitges. ¿Qué es lo que le ha llevado a su crisis creativa durante estos últimos años? ¿Qué le impulsa a realizar películas?
“Durante quince años pensaba que era necesario el sistema. Pero a través de este sistema me he dado cuenta de que no me podía expresar de forma sincera y además tenía que tener en cuenta a los espectadores. Por lo tanto, siempre pensaba que mis películas no eran sinceras. Ya tenía ganas de librarme del sistema, de los espectadores y del capital”.
Odiado y admirado a partes iguales, Kim Ki-duk ha dejado de ser un niño. Su experiencia vital en el mundo del cine le ha llevado a amar y a odiar su profesión. El pasado fin de semana se estrenaba en Corea Arirang. Como ya es costumbre en un estreno limitado al que acudieron 232 personas según cifras de la web Hancinema.
Esta semana nos acercaremos a su filmografía, a sus tics como director, a través de un reportaje que sigue a Kim Ki-duk de la A a la Z. Mientras los ecos de su paso por San Sebastián quedan amortiguados por la entrega del premio Donostia a Glenn Close, el director coreano sigue presente en CineAsia.
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