lunes, 11 de julio de 2011

Be Sure to Share (Japón, 2009)

Título original: Chanto Tsutaeru
Año: 2009
Director: Sion Sono
País: Japón
Duración: 108 mins.
Reparto: Ryohei “Akira” Kurosawa,
Eiji Okuda, Toshiki Ayata,
Mitsuru Fukikoshi.

Un filme que termina mostrándonos cómo un personaje encuentra el caparazón de una cigarra que acaba de mudarse, sólo podría pertenecer a un cineasta con ansias naturalistas. Pero esta no creo que sea la afición favorita de Sion Sono, que con Be Sure to Share cambia radicalmente de registro temático, ofreciendo un prodigioso drama de costumbrismo urbano contemporáneo que, si no fuera por su montaje a tempo medio, por utilizar secuenciaciones de grúa y su clara perversión de las leyes de la estructura clásica narrativa, bien podría haber rodado Yazujirô Ozu, Mikio Naruse o Yôji Yamada (los tres cineastas japoneses que mejor dominan la narración academicista y que a lo largo de sus carreras mejor se han aproximado a los dramas personales de la gente común).

Sono nos presenta la historia de una familia muy querida en un pequeño distrito a las afueras de Toyohashi (ciudad del este de la prefectura de Aichi), y cuyo padre (Eiji Okuda) es muy popular entre los estudiantes de la zona al haber ejercido como profesor de educación física del instituto y entrenador del equipo regional de fútbol. Su hijo (Ryohei “Akira” Kurosawa) recuerda amargamente su adolescencia al lado de su progenitor, al tiempo que cuida de éste en un hospital provincial a consecuencia de un ictus que ha padecido como síntoma añadido a una larga enfermedad que está atravesando, prometiéndole que cuando salga del hospital lo llevará a pescar a un lago cercano. El problema se da cuando al hijo le diagnostican un cáncer más mortífero que el de su padre, escondiéndolo ante su familia y su prometida para que no se convierta en una carga añadida.      
   
Precisamente, el último filme de Yamada (Younger Brother) se acerca peligrosamente al doloroso retrato familiar que Sono ha reproducido en este largometraje, pero acercándose desde una visión muy clásica: la historia de Yamada sigue las correrías de un pobre diablo, considerado la oveja negra de la familia, que arruina la boda de su sobrina y que decide refugiarse en los callejones de Osaka, hasta que le diagnostican una dolencia irreversible que servirá para reconciliarse con su hermana mayor, su sobrina y el prometido de ésta última. Pero la manera en como Sono enfoca el drama personal de los personajes dista mucho del estilo clásico de Yamada (y por consiguiente, de todos los cineastas de la vieja escuela), ya que no se focaliza explícitamente en el dolor que experimentan físicamente los dos protagonistas, y sí insiste en el espíritu de autosuperación de ambos, a pesar de que saben perfectamente que lo tienen crudo para superar con éxito las enfermedades con las que les ha tocado convivir. También porque no se recrean en la tragedia que viven en su foro interno, dando un espíritu vitalista que se contagia a los demás personajes. Digamos que el interés de Sono no es tanto el de reflejar el dolor emocional, y sí mostrar cómo se puede convivir con una enfermedad degenerativa sin caer en un oscuro pozo sin fondo, huyendo del previsible victimismo que suele mostrarse en este tipo de producciones.

Hablaba del quebrantamiento de la estructura narrativa clásica, algo que se agradece teniendo en cuenta que todos los dramas fílmicos de estas características suelen contarse de forma gradual, exponiendo todas las calamidades en el nudo central de la historia. Sono prefiere empezar el filme por la mitad de la historia, y pese a que aún no sabemos exactamente el drama que se avecina, ya intuimos el peso de la calamidad que deberán arrastrar algunos personajes hasta el final del largometraje. Un final abierto, reflexivo teniendo en cuenta las conclusiones a las que llegan la pareja prometida en tanto que el futuro que les espera como matrimonio es incierto, pero que cumple magníficamente con los objetivos premeditados del director: mostrar cómo ante las adversidades uno no debe dejarse caer. Por lo tanto, el pesimismo y la obsesión enfermiza por mostrar la carga más amarga de una tragedia que se intuía en los otros filmes de Sono, queda diluido en un mensaje positivista que sorprende por la sobriedad que transmite al espectador. 

Be Sure to Share no es un filme de lágrima fácil, pero eso no quita que algunas secuencias sean difíciles de digerir emocionalmente. En parte, la responsabilidad para que el drama no se extienda más de lo deseado recae en la capacidad de los actores para contenerse en sus actuaciones. Algo que entronca con el control exhaustivo que parece ejercer el cineasta sobre ellos. Y es que ya se sabe que el realizador actúa como un marionetista ante su audiencia, a la que manipula hasta las últimas consecuencias para transmitir sus obsesivos postulados nihilistas. Y a pesar de que esta película fuesen unas vacaciones para él, su estilo es incuestionable y apreciable de principio a fin. Una oportunidad accesible para ver en qué mundos se mueve Sono, pero desde una óptica costumbrista, vitalista y sin gore.

Lo mejor: El trabajo de interpretación de todos los actores.
Lo peor: No esperen nada parecido a Cold Fish, Suicide Club o Strange Circus.

Eduard Terrades Vicens

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